martes, 8 de enero de 2013

A veces milagro.

Dámelo a escondidas
ese segundo que guardas alejado de los relojes
ese segundo que escapa a los minutos.
Que sea ese todo el tiempo que nos envuelva. Que la mirada se vacíe de reflejos y cada dedo un pincel y cada pincel un trazo.
Desnúdalo de adornos. Del tic, del tac, del paseo y del retorno, del hola y el adios y deja tan solo la palabra esencial de cada frase.
Míralo sin un antes ni un después, y sube sobre ti misma hasta rozar ese yo que ves, que veo, y grítalo hasta vaciarte los pulmones. Sonará como la mejor de las canciones.
Agárralo. Retuércelo. Exprímelo y saca de el cada gota, que derrame hasta empapar cada partícula de la estancia y salpícame con el, riendo, juguetona. Y eres tú, y te alzas ninfa de cualquier sueño y dura como toda una vida ese segundo que tenías escondido de los relojes.

Canción de la roca madre.

Bailamos por la música. La música  porque bailamos.
Ningún metrónomo desnuda el compás; el ritmo son dos frentes en contacto y la mirada que huía y ahora se encuentra, la mirada que te devuelve a donde no cuenta el espacio. La mirada sedosa es el tacto-guía, las fibras entrecruzadas que guardan el calor; la mirada como la envuelta de los regalos y al rasgar aparece la maravilla. Los sentidos como uno solo, cada estímulo refundido y abrazas la sensación y el baile para agradecer la música que suena porque estas bailando.
Otra vez las frentes.
Las miradas.
y las miradas se encuentran
y ese silencio que es la música por la que bailas
el vacio solo existe alrededor
público envidioso de la danza, de saber ser el ser desnudo.
La levedad del baile que te eleva y te distingue de la trampa es el único discurso que cuenta, y sin palabras.
Y las frentes.
Y las miradas.