En su primer viaje
Oskar estaba abrumado. Solo comía lo recomendado en los albergues,
repartiendo el vino en pequeños sorbos entre bocados. En su cuaderno
dibujaba cada árbol que no reconocía.
A su llegada un antiguo
tratante de Mathliss llamado Montignac lo acompaño en silencio hasta
las puertas de la Abadía de Orly. Asi fue cada día durante tres
meses. Cada día, sentado en la biblioteca, observaba el trabajo de
los monjes amanuenses. No podía acercarse a los volúmenes ni
compartir con ellos otro espacio. Cuando se retiraban al refectorio,
el comía a solas en una celda vacía.
Montignac le recogía a
las cinco de la tarde para llevarlo a casa de sus anfitriones y
siempre le hacia la misma pregunta:
-¿Qué has aprendido
hoy?
Oskar debía contestar
durante todo el camino; si callaba, Montignac detenía su paso hasta
que retomase la narración. Aprendió a describir cada detalle del
trato de las tintas con el papel sin haber leído siquiera una linea.
Se hospedaba en casa de
un criador de lebreles. La hija, Teresa, se acostaba con el todas las
noches y hacían el amor sin ruidos para no despertar al padre. Nunca
durmieron juntos.
Una tarde contesto a
Montignac que había aprendido la belleza del silencio; una semana
después regresó a Klaasenburg.
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