Arrastrado en el suelo de la cocina, tan bien barrido que refleja mi rostro.
Hiel.
Trago hiel a cucharadas mientras tu (yo) me observas, creyendo que me quieres. Has pasado del vicio de odiarme a pensar que me amas, tiemblas por la incertidumbre de saber si te correspondo y sonries cada vez que yo (tu) lo hago.
Harto de tu limerencia, y de no esconderme de ti ni apuñalarte como debiera, derramo el te; no es todo lo amargo que debiera y multiplica tu (mi) reflejo en una danza infernal, paroxismo de cuerpos antes ilustres revolcados en esa superficie fria que recuerda el destierro, el tiempo de la incertidumbre y los medios gestos, aquella gala en la que bailamos poseidos por los angeles.
Tu, yo, nosotros. Palabras torpes intentan sustituir al nombre, como si llegase con no nombrar para borrar la existencia.
Pactemos un beso, una paz. Hagamos juntos la guerra.
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